El teléfono. Y cuando contesto con el soniquete que tengo bien aprendido en el mi lugar de labor, en vez de escuchar la consulta esperada suena al otro lado una voz dulce, diferente. Es "mi" caribeña, una buena amiga de hace tiempo. Una especie de alma gemela que anda perdida por otras latitudes, al otro lado del atlántico. No hay nada de trabajo, así que puedo relajarme y charlar tranquilo. No hablamos nada serio, y sin embargo, es un bálsamo de risas y energía. Me ha dicho que llega a España en septiembre, y, cómo no, estoy cagadito de miedo, porque hacía tiempo -mucho- que no me atacaba la ilusión así, por los cuatro costados. Necesito una receta urgente contra el fatalismo.
Y además, me da por escribir sonetos de adolescente. Ay dios...
Hay que entender que los mundos, además de redondos,
circulares, esféricos, suelen pasear alejados los unos de los otros.
Y pese a las fuerzas gravitatorias de un mundo con piernas bonitas,
de su culminación y posterior eclipse pasional con algún que otro satélite
de sudorosas intenciones, generalmente saben mantenerse a distancias razonables,
pese a las apariencias.
Sucede, en cambio, en algunas ocasiones, que un teléfono suena
a las dos de la madrugada, y suspende el bostezo de los relojes.
Al otro lado del hilo, una fuerza, que es más bien una voz,
o más que una voz la voluntad que la sostiene, alcanza sin pretenderlo
la alineación del sistema solar al completo, pero sin órbitas ni físicos
que las ensucien con ecuaciones grises y destinos.
Al cabo de algunos minutos la comunicación se interrumpe
y toma su lugar el silencio amable de la madrugada.
Se rehabilitan las distancias, años-luz de meridianos y atlánticos,
como debe ser hasta que algún genio evite las imposibilidades,
y entonces se van acercando tímidas las preguntas sobre el otro lado:
un mundo en traslación constante, una constelación,
o un cometa brillante, vivo, efímero.
(Si llegado el caso, tornáranse por mujer y hombre los agentes de esta lección,
las respuestas se aparecerían claras: ella una estrella, él un estrellado).
Mi pena es este recuerdo permanente,
y la paciente soledad es mi remedio.
No llevo los pies atados a los tobillos
y sin embargo, no me muevo.
Tengo la voluntad casi perdida por tanto usarla,
y el cansancio tan cansado, que apenas me hastía
lo que ya conozco, el empeño
en soltar amarras de la piel que no es mía.
La pretensión del olvido envejece
y se hace polvo. Y allí está ella, donde no se alcanza,
como el primer día.
Es una foto sencilla, una típica foto de vacaciones. Un grupo de doce personas posando en el portal de una casa rural, de piedra. Fue un hermoso encuentro, vinimos de todos los lugares de España para pasar un par de días juntos, plagados de momentos agradables, juerga y despendole. Incluso guardo una foto en la que estoy atrapado entre los morros de un argentino con perilla, enmarcados ambos entre botellas ya moribundas de ron y ginebra. Aplausos y risas al fondo. De esto hace ya casi cuatro años, y todo ha cambiado mucho. Me aparté de algunos de ellos, con otros guardo un contacto esporádico. Hace tan sólo cuatro años, y no me reconozco en las fotos de aquel tiempo.
Ahora estoy mirando a doce personas posando, que a su vez me miran sonrientes. Sin embargo, lo que más me interesa no es lo que hay en la foto, sino lo que falta. Porque ahí no estoy yo. Ni ella. A esa hora probablemente despertábamos de una primera noche, en el cuarto oculto por la ventana cerrada que aparece a la derecha de la instantánea. Nos encontramos compartiendo sábanas, cansados, sorprendidos y felices. Cuántas cosas nos han pasado desde entonces. Cuántos errores. En realidad, estoy deseando comenzar. Lo que sea, algo diferente. Antes de que este lastre, esta foto y todo lo demás, me acompañe a todos lados.