Cuando llego a casa a las siete de la mañana no puedo meterme entre las sábanas; aún me quedan un par de tareas. Despertar a mi sobrino y acercarle hasta el colegio. Esto último no me importa en absoluto, pero para despertar a ese cabroncete hay que armarse de paciencia, y de ella servidor no anda sobrado. Normalmente tardo unos veinte minutos -con quejas, déjames, ahoramelevantos, yavoys, todaviaestempranos, etc.- en conseguir que el monstruito se levante de forma relativamente relajada (no dudo que mi potencia vocal le despertaría de un bote, pero no creo que sea adecuado para la salud del infante).
Cuento esto porque hoy, día de reyes, el cabroncete se había puesto el despertador a las siete y media de la mañana. Inútil propósito, porque no escucharía al trío de tenores haciendo gorgoritos a dos palmos de su oreja. Así que tras dudar entre dejarlo dormir o estrangularlo, dedicí con toda mi mala intención apagar el despertador para que el angelito continuara roncando. Eso sí, el primer día de colegio le voy a acercar mi despertador (que es harina de otro costal, ese sí que grita) a las orejitas, y me voy a retirar a fumar un pitillo lejos de las protestas. Como que me llamo Telesforo.
Lo peor de todo es que a pesar de que el niño ha suspendido tres exámenes, los reyes miraron a otro lado y trajeron todos los regalos que pidió. Y a mí, que me he portado como un santo varón todo el año, no me han dicho ni arroz. Viva la república.
Portate mal, muy mal
Posteado por Srta.Vainilla - 6 de Enero 2004 a las 06:49 PM